Comunismo


DOCUMENTO HISTÓRICO MARXISTA
Excelente artículo teórico en el que se analiza el papel del anarquismo en la
Revolución española, así como la naturaleza clasista del estado:

«el estado no es, como opinan los anarquistas, un armatoste superfluo colocado por encima de la sociedad, exterior a ella, sino un producto “natural” de la lucha de clases. El estado es una clase social que en nombre de su interés se abroga la tutela y el dominio de todas las clases sociales. El estado actual es la burguesía. La misión histórica del proletariado consiste en la destrucción de las clases por medio de la abolición de la propiedad.»

 

Oposición Comunista Española | Izquierda Comunista de España

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NUESTRA REVOLUCIÓN Y
EL PELIGRO ANARCOSINDICALISTA
(por Esteban Bilbao* en Comunismo nº9)

 

"Y puesto que el anarcosindicalismo en España
 va inevitablemente a la derrota
más miserable y ridícula,
está fuera de duda que la revolución española
 será la tumba del anarquismo.
Pero hay que procurar por todos los medios
 que la tumba del anarcosindicalismo no sea
al mismo tiempo la tumba de la revolución."


 

De los peligros que acechan a la revolución española —hablo de la revolución y no de la República, señores propietarios, o aspirantes a propietarios, o criados de propietarios—, el más efectivo y real es el peligro anarcosindicalista. El anarcosindicalismo, por su historial de honrada actuación rebelde, por su tradicional espíritu de sacrificio, por las persecuciones de que ha sido objeto, tiene una enorme influencia entre las masas trabajadoras españolas. Sin embargo, a pesar de esto, es necesario, a todo trance, sustraer los obreros españoles a la influencia y a las sugestiones del anarcosindicalismo. De lo contrario no hay una sola posibilidad de triunfo para el proletariado español en los muy próximos combates que se verá obligado a emprender para desalojar a la burguesía de las trincheras del poder. La mayor desgracia que puede ocurrir a la revolución española, llegado el momento decisivo de la lucha, sería llevar a la cabeza como elemento director al anarcosindicalismo. En tales condiciones la derrota sería absolutamente segura.

Quiero hacer la salvedad de que mi rotunda afirmación no nace del supuesto de una probable caída del anarcosindicalismo en el pantano reformista.  Este fenómeno también lo considera el autor como cosa cierta; pero cree que no se realizará de una manera evidente e inconfundible en su totalidad, sino después de la derrota. ¡Ojalá sea posible  desalojar del terreno de la revolución el fermento ácrata antes de que el proletariado se haya visto obligado a entablar la batalla suprema! Es doloroso que una revolución se malogre por el gusto de someter a experiencia una “teoría” tan inútil, ilusa y desacreditada como el anarquismo. Se me objetará que también el marxismo pierde revoluciones; ejemplo: Estonia, China... Efectivamente, el “marxismo”... de Stalin es capaz de perder muchas cosas todavía, la revolución española incluso y aun la rusa si le dejan. Pero, aparte de reticencias, el marxismo auténtico, el marxismo de Marx, Lenin, Trotsky, también puede sufrir derrotas. Esto quiere decir, simplemente, que el mejor jugador se expone a perder. Lo que ya resulta difícil es que gane quien no tiene la menor idea del juego en que interviene. Sobre todo si el juego es tan complicado como una revolución. Y el anarcosindicalismo es, cuando más, eso: un jugador que desconoce en absoluto el juego.  Y como las revoluciones nunca triunfan por chiripa, resulta que el anarcosindicalista es un revolucionario de azar, un derrotado a priori. Y ya digo, lo doloroso no sería la derrota del anarcosindicalismo en sí —cosa ya descontada para toda mentalidad medianamente marxista—, sino al aplastamiento de la revolución al llevar como caudillo al anarcosindicalismo.

Al hablar del anarcosindicalismo quiero hacerle el favor singular de suponerle con un fondo tal de rebeldía que no claudique ante los poderes que representa la actual organización social. No voy a partir de la creencia en una posible traición deliberada a los intereses revolucionarios de la clase obrera. Por mi mente no ha de pasar tan siquiera la sombra de esas “ingeniosas” invenciones “ultrarrevolucionarias” con que algunos desdichados jornaleros oficiales de la revolución creen llenar el vacío crítico de sus menguados meollos: “anarcofascismo”, “anarcotraidores”, etc.

Hasta que Marx, apoyado por el estudio de los fenómenos que el maquinismo, con la aparición del proletariado industrial y sus necesidades, crearon, no sometió a revisión y crítica implacables la concepción que de la historia y de la humanidad se tenía, en el mundo no se sabía que todas las revoluciones, con sus regímenes, instituciones, conceptos y hasta normas de razonamiento obedecían no a una idea abstracta de la justicia, sino a las necesidades e intereses de las distintas clases sociales. La revolución burguesa, que abarca un extenso período de la historia, trajo a la vida un conjunto de normas, principios e ideas que, siendo en realidad la expresión de las necesidades exclusivas de la burguesía, se formulan y propagan como si fueran la esencia ideal de la liberación del ser humano, del mismo hombre en sí, abstracción hecha de las características sociales del mismo. Pero la revolución burguesa (que tiene su más elevada expresión en la destrucción del régimen feudal en Francia), la justicia, la razón, el derecho, la moral, etc., son principios absolutos, abstractos, inmutables y eternos, que pertenecen a la naturaleza del hombre como tipo único e indiferenciable. Y la vida, en su totalidad, marcha a remolque de tales palabras milagrosas. Hoy sabemos de sobra que todos esos supuestos valores eternos, bajo los cuales la burguesía, árbitra de la situación, vino educando a todos los hombres, no son más que los “ideales” que a los burgueses corresponden y en cuya creencia se apoya la permanencia de la propiedad burguesa. Porque todos esos valores, todos esos principios se crearon bajo el supuesto del hombre aislado y propietario, con la libertad completa de su propiedad. Luego se descubrió que la vida, en su complejidad, se inspira no en palabras de supuesto valor superhumano, sino en las relaciones materiales del sistema social en que se vive.

La burguesía, cuando advino al poder como clase revolucionaria, creyó sinceramente que hacía una revolución de emancipación total del hombre. Los postulados ideales los formuló en la seguridad de haber descubierto la fórmula de liberación del hombre de todo yugo. Ni con mucho podía suponer que sus ideas se limitaban a exponer las necesidades e intereses de una clase social que tenía su fundamento en las condiciones económicas, de las cuales aquéllas —las ideas— no eran otra cosa que la interpretación mental. La burguesía creyó de buena fe que con su revolución terminaba el período tiránico de la existencia humana, y que sus intereses, codificados e idealizados en un mente metafísico —el hombre—, inauguraba el reino de la igualdad, de la felicidad y de la justicia en la tierra. La burguesía no podía saber esta verdad, tan sencilla en apariencia, pero que ha tardado tantos siglos en madurar: El hombre aislado no existe. Todo ser humano pertenece a una clase social que se determina por las condiciones materiales de su existencia. El fondo de la historia lo constituye la lucha de las diversas clases en virtud de los antagonismos de intereses. La clase que predomina impone su interés a las demás en forma tal que dicho interés se convierte en el fundamento de la civilización por todo un período de la historia. Durante tal período, el derecho, la justicia, la moral, la religión, el arte, es decir, todos los elementos de la superestructura social, no hacen más que dar expresión al interés material de la clase dominante. Por tanto, toda concepción, toda filosofía, toda “ciencia” social que arranque de la consideración del hombre en sí, resulta completamente falsa; es puro misticismo y, en definitiva, sólo aprovecha a la clase dominante.

El anarquismo, al ignorar las clases con sus luchas e intereses; al ignorar el fundamento de las pugnas políticas; al ignorar las verdaderas fuerzas motrices de la historia y sus contornos precisos, se halla fuera de la conciencia revolucionaria del proletariado. El anarquismo, al enfrentarse con la realidad social, parte de un concepto abstracto e individualista de la libertad; sólo ve al “hombre” oprimido por una autoridad, pero desconoce por completo las raíces sociales de esta opresión. Para él, la autoridad estriba en una especie de “libre voluntad”, de dominio, voluntad que injustamente imponen las diferencias entre los “hombres”. Por tanto, la lucha emancipadora del “hombre” consiste en abatir la autoridad para que, a renglón seguido, reine la libertad humana. Para el anarquismo, la voluntad, el querer, no es un fenómeno determinado y supeditado a ciertas condiciones dimanantes de todo un complejo histórico-social, sino una especie de talismán supremo a cuyo conjuro se doblega y somete mansamente la complicada materia cósmica. Se trata, por lo visto, de la omnipotente voz del viejo Jehová. La “base filosófica” del anarquismo es en realidad el libre albedrío de las viejas religiones. Además, identifica voluntad y posibilidad, mejor dicho, la cuestión de posibilidad no reza, ya que para el anarquista no se trata del mundo material con sus leyes de inercia y movimiento inmanentes, sino de la influencia ideal de ciertos principios inmateriales.

De lo expuesto se deduce que la esencia del anarquismo nada tiene que ver con la doctrina de clase, fundamento teórico del proletariado. El anarquismo arranca del mismo conjunto de nociones abstractas que la filosofía burguesa, de los pretendidos principios humanos absolutos anteriores y superiores a toda objetividad concreta, a toda contingencia histórica, a toda materialidad social. Y esto, dígase lo que se quiera, no es sino pura ilusión metafísica, idealismo, religión. Se trata, en definitiva, del fantasma místico contra el cual viene luchando la ciencia en todos los órdenes de la naturaleza y que ha tocado en suerte al proletariado aniquilarlo en el terreno del conocimiento de la sociedad y de la historia. La gran fuerza, el poder insuperable de la revolución proletaria estriba en que el determinismo universal, que rige la vida en todos los órdenes, ha soldado en una poderosa unidad proletariado, comunismo y ciencia, que bajo el imperio de la necesidad caminan con ritmo arrollador a la conquista del universo.

F. Montseny, anarcoministra
El anarquismo, no obstante sus estridencias y rabiosos “extremismos”, pertenece a la corriente del liberalismo burgués, humanista y antiproletario. Su lucha contra toda autoridad, contra toda tiranía —que es el elemento emocional que actúa sobre las mentalidades sin capacidad crítica—, carece de toda eficacia revolucionaria; peor aún, es un motivo mortal de disolución de la disciplina, de la firmeza y de la voluntad que necesita desplegar el proletariado para el triunfo de su dictadura. Si al anarquismo se le quita la extravagante tontería de la supresión de toda autoridad como resultado de un deseo, la totalidad de “su” doctrina, el tejido difuso de sus creencias y supercherías, el fondo de su “cultura”, no es otra cosa que el montón de detritus del charlatanismo y de la demagogia de la pequeña burguesía radical. La tierna amistad de los anarquistas con la granujería ultraliberal burguesa no tiene nada de casual. El anarquista que vierte lágrimas de emoción ante los latiguillos “flageladores” de un Rodrigo Soriano se queda estúpidamente indiferente ante la magnitud portentosa de la obra revolucionaria de un Lenin. La revolución proletaria no sólo no se inspira en esa basura “científica”, sino que es precisamente su antítesis crítica.

La finalidad supresiva del anarquismo es la “abolición” del estado. Para el anarquismo el estado es un monstruo que se opone al libre desenvolvimiento del hombre. Eliminar el estado, matar el estado es, para todo anarquista, la condición indispensable a la felicidad y a la dignidad humanas. Como en los cuentos infantiles, el estado es el dragón que tiene aprisionada a la princesa. Hace falta un galán intrépido que se atreva con el dragón. Este galán es el ideal ácrata, con su heroico y milagroso impulso. Muerto el dragón, puede ya la humanidad redimida dedicarse libremente y sin cuidados a la confección de un mundo feliz. Nada de violencias, nada de imposiciones. El hombre, dueño absoluto de su “voluntad”, pactando dulcemente a la luz del mágico reflector del libre albedrío... ¡Qué pueriles e inocentes niñerías!

¿Qué es el estado en realidad? El último resultado a que ha llegado la filosofía idealista con respecto al estado está en la siguiente definición: “El estado es la persona social jurídica, es decir, la sociedad bajo el punto de vista del derecho”. Esta es la opinión de “nuestras” clases “cultas”. Como se ve, para la filosofía idealista —quintaesencia del pensamiento burgués— la sociedad, en su conjunto, es un ser, un organismo, una “persona”. Las distintas partes de la sociedad son órganos que integran una especie de unidad biológica, una entidad armónica o armonizable. Pero si esto fuera así, ¿qué necesidad tendría la “persona social” de organizarse en estado de fuerza? ¿Para qué ese aparato de imposición represiva? ¿Es que una persona tiene necesidad de echarse a la espalda un guardia civil para imponerse a sí mismo su propio derecho? Si esta opinión de la burguesía “sabia” respondiera a la verdad social, el anarquismo tendría perfecta razón y su tesis dejaría de ser una utopía absoluta. Si la sociedad fuera un organismo, la fuerza del estado sería cosa superflua, parasitaria e inútil. La coincidencia del anarquismo con el burguesismo es perfecta, con la diferencia de que el anarquismo lleva la lógica a sus últimas consecuencias. Pero, no; la sociedad no es un organismo. Será un organismo, o algo parecido, “cuando advenga un orden de cosas en que no haya clases ni antagonismos de clases”. Entonces la sociedad no tendrá necesidad de un estado de fuerza.

En tanto ese estado de cosas llega, la “sociedad” es una diversidad de clases absolutamente antagónicas e irreconciliables, con intereses opuestos en lucha encarnizada, y el derecho objeto del estado es el interés de la clase dominante. La existencia del estado es la prueba, la demostración del antagonismo entre las clases sociales, ya que el estado no es un instrumento de “armonía”, sino de guerra. La clase dominante se organiza en estado para la defensa e imposición de sus intereses contra la clase o clases dominadas. El estado garantiza con su fuerza el derecho de la sociedad, pero solo en la medida en que ese derecho es la idealización de la propiedad de la clase dominante.

Ante estas consideraciones, profundamente realistas, se ve que el estado no es, como opinan los anarquistas, un armatoste superfluo colocado por encima de la sociedad, exterior a ella, sino un producto “natural” de la lucha de clases. El estado es una clase social que en nombre de su interés se abroga la tutela y el dominio de todas las clases sociales. El estado actual es la burguesía. La misión histórica del proletariado consiste en la destrucción de las clases por medio de la abolición de la propiedad. Para esta tarea, que abarcará un extenso período de la historia, el proletariado tiene que derribar a su enemigo y erigirse a su vez en clase dominante y, por tanto, en estado. La conquista del poder es la condición indispensable para la obra de transformación, no por capricho o como resultado de un acto de “libre elección”, sino por imperiosa necesidad del curso dialéctico de la lucha.

La actual organización burguesa es la última de régimen de dominio de clase. La burguesía es la última clase propietaria que históricamente queda por suprimir. Y el proletariado no puede cumplir su misión sin destruir esta última forma de apropiación individual. Pero esta labor gigantesca y prolongada supona la transformación de toda la base material de la vida, y con ella un cambio radical del modo de ser de la humanidad entera. A través de toda una época histórica de luchas terribles, de guerras y revoluciones, el proletariado, árbitro de la situación, irá sometiendo todo los elementos sociales a las condiciones anejas a una humanidad sin clases, sin propiedad individual y sin antagonismos de intereses. El instrumento de esta transformación no puede ser otro que el poder proletario, la dictadura proletaria, el estado proletario, como expresión del “derecho” de la clase obrera a someter a toda la sociedad a las condiciones que el comunismo exige. Esta es la misión del estado proletario. El coronamiento de esta transformación colosal lleva consigo aparejada la disolución de todo estado, pues el estado no es más que el producto de la existencia de las clases y de sus luchas. El estado no se suprime, no queda “abolido” con actos “voluntarios” de rabiosa rebeldía, como piensa, con ignaro candor infantil, el anarquismo. El estado termina su existencia solo al final de la lucha emancipadora, cuando el proletariado ha ganado por completo la partida con el establecimiento definitivo de la humanidad comunista. Entonces el estado deviene un órgano sin función y, por lo tanto, se extingue.

El anarquismo, que no es una concepción basada en el conocimiento de los materiales que la revolución ha de manejar, no es más que un ciego iluso marchando al abismo. Si el proletariado español no logra curarse a tiempo del sarampión libertario, la revolución española será una sangrienta y ridícula parodia para regocijo de nuestra burguesía. Sin disciplina de clase para la toma revolucionaria del poder no cabe triunfo posible. El anarquismo es la negación de todo lo que el proletariado precisa para triunfar.

—ESTEBAN BILBAO, febrero de 1932

Comunismo nº9.

Órgano teórico de la Oposición Internacional Española.

 

Reproducido en:

Revista COMUNISMO (1931-1934) La herencia del marxismo español

(Ed.Fontamara, 1978. Barcelona, pág. 409)

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*ESTEBAN BILBAO (m. 1954). — Contable. Procedente de las Juventudes Socialistas, está entre los fundadores del Partido Comunista en el País Vasco. Fue uno de los fundadores de la Oposición Comunista de Izquierda, y uno de los dirigentes de la Izquierda Comunista desde su fundación. Partidario de las posiciones de Trotsky, en 1935 se niega a unirse al POUM e ingresa en el PS. Desde 1936 milita en la sección bolchevique-leninista española. Milita en el trotskismo hasta 1947. Muere en Biarritz en 1954. [Ed. Fontamara, 1978]

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